De cuando me reconcilié con la cocina.

        Jazmín Félix

“Voy a tener sirvienta cuando me case”

“Nunca voy a ser esclava de la cocina” 

 

Esas fueron las expresiones que más utilicé durante la adolescencia; después crecí y me hice a la idea de que las letras quizá nunca me darían para contratar a alguien que me preparara deliciosos platillos, y que, si quería seguir probando la sazón casera, a menos de que me emparejara con algún cocinero, tenía que atizarle a la olla sin que eso implicara ser “esclava de la cocina”.

Comencé a odiar la cocina cuando fui consciente de la cantidad de horas que pasaba mamá frente a la estufa. Mi familia es clásica y conservadora, así que, con dos hermanas y un padre de costumbres patriarcales, las cuatro mujeres de la casa le servíamos a él. Mamá estaba feliz porque la carga ya no la llevaba sola, pues sin importar lo mucho que rezongáramos o maldijéramos por ser mujeres al picar o fregar platos, la producción de platillos diarios salía y todos en casa comíamos sano y a la hora. 

Antes de eso todo era más sencillo, en casa me esperaba un rico caldo de queso y papa al llegar de la escuela. Escuchaba a mamá hacerse la clásica pregunta de “¿qué prepararé hoy?”, sin inmutarme ni conocer el lío de trastes sucios e ingredientes que llevaba el caldo que tan relajada me comía. 

Después comenzó la tortura. Ya era una muchacha, así que me tocaba ayudarle más a mamá, quemarme los dedos en el comal volteando tortillas de harina, probar mi mala sazón con la cuchara de madera, y luego recoger el tiradero de manos y bocas ajenas en la mesa. Cocinar se volvió para mí una maldición, tarea castrante en la lista de inevitables, ladrona de mi energía y paciencia, del tiempo valioso que cualquier mujer en el mundo podía utilizar de una mejor manera si tan sólo… “si tan sólo se rebelaran y se atrevieran a renunciar al mandil”. Pero mi mamá nunca se quitó el mandil; lo alargó, le puso bolsillos para guardar en ellos espátulas y cuchillos, avivó sus colores para que destacara en la pared cuando no estuviera amarrado a su cintura. Odié los mandiles, simbolizaban para mí la sumisión. Prefería mancharme la ropa con salsa de tomate y cloro, “a verme rebajada a tal pena”. Así viví años, comiendo atunes y sándwiches con tal de no encender la estufa, frustrada por servirle platos a papá, a mi cuñado, a un noviecillo que tuve.

Las fiestas decembrinas eran las peores. De niña la navidad era abrir regalos y no comer por estar jugando con las Bratz y los bebés que me había traído Santa Claus, pero de grande, navidad y año nuevo perdieron su magia y ambas noches me parecían eternas y extenuantes. Dejé de disfrutar y comencé a fijarme en las ollas repletas de pozole y menudo que al día siguiente generarían un desastre, el centenar de tamales escurriendo masa colorada sobre la mesa pegajosa, noté lo agotada que estaba mamá de tanto cocinar mientras se quejaba de dolor en la ciática. Le insistía que ya no hiciera tanto, que nada más horneáramos pavo y tan tan, fin a la navidad. Pero para ella siempre fue una cuestión de orgullo el culminar la tarde con una mesa bien servida, con un bufete de platillos coronados de cilantro y cebolla como pretexto para unir a la familia.

Seguramente es parte de volverse adulto, pero en mis veinte comencé a apreciar detalles que antes no noté por cerrada y soberbia. La cocina comenzó a tener sentido para mí un día que fui burlada por no saber cocinar. Trabajaba de mesera en un restaurante y en la cocina sólo había hombres caprichosos que se burlaban de mí por no tener idea de cómo calcular la coacción de un filete, así que, fiel a mi terquedad, comencé a fijarme en las recetas de mamá. Al principio se sorprendió de descubrirme atenta, reducido mi feminismo por verla a ella echarle sal y orégano a la sartén, imitando sus movimientos de experta con mis ojos contrariados. 

Una semana después ya estaba preparando caldo de pollo y hasta albóndigas de garbanzo en salsa verde. Yo, militante de la no cocina, negada desde siempre a pararme delante de la estufa por más de diez minutos, ¡licué una salsa! ¡descascaré pacientemente legumbres y luego las trituré con mis manos empecinadas! Me sentí satisfecha de ver el resultado final. Ahora acepto que no heredé la sazón insuperable de la matriarca del hogar, pero sin duda soy el retrato fiel de su orgullo.

Cocinando a su lado de buen humor aprecié muchas cosas. Aunque mamá se partiera la espalda friendo totopos para la sopa de tortilla, al ver su sonrisa cuando la probábamos en la mesa, sus ojos brillantes cuando la felicitábamos por tan “riquísima comida”, reconocí que cocinar para otros no siempre era una pena, una desgracia, un sacrificio a la independencia o a la felicidad. Entendí que, para mamá, cocinar era sorprender, encantar, mimarnos con su salsa de chile de árbol y cacahuate, con su aclamado pan de elote en año nuevo. Que, como todo en la vida, la cocina hogareña es de muchos colores. Reparé en que saber cocinar es igual de relevante que ser capaz de cambiar un foco o encender una computadora, ¿y por qué no? Incluso es posible gozar el proceso sin que sea necesariamente una pasión.

Así, cautivada por el calor de la cocina y la promesa de algún día tener la sazón de mamá, preparé albóndigas de pescado medio saladas, pelé camarones que me dejaron las manos congeladas en el fregadero de la cocina, y hasta me atreví a hacer chilaquiles rojos. Ahora intento memorizarme los ingredientes y los pasos para preparar tamales de elote salados; si tengo hijos quisiera que una vez al año probaran a su abuela a través de esa mantequilla y maíz, de ese queso a cuadros derretido sobre hojas amarillas.

Esta navidad que recién pasó acompañé por primera vez a mamá en todo el proceso de hacer tamales. Amarrando las puntas de las hojas henchidas encontré mí herencia. Disfruté esa tanda de ochenta tamales y me sentí ignorante al recordar como toda la vida había considerado la cocina como la peor de las tragedias, la tarea más indignante y vergonzosa que cualquier mujer actual pudiera realizar. Sólo entonces comprendí que la modernidad y la libertad eran más sobre crear reglas y ajustar tradiciones al gusto y a la medida de cada quien, en lugar de buscar encajar en viejos o nuevos ideales. Que cocinar no me hacía más mujer ni menos feminista, que quería comer delicioso toda la vida sin depender de nadie.

Entendí que, aunque no era mi sueño cocinar todos los días y a todas horas, sí deseaba replicar el orgullo de mamá en la cocina, recordarla a través de sus guisos, de la sonrisa de mi familia o amigos durante las navidades y las tradicionales fiestas de año nuevo, cuando en la rebosante mesa prueben los platillos hechos con la sazón de mamá.

Hoy sé que el mandil (además de servir para proteger la ropa) es para cualquiera que desea comer rico y compartir un poco de sí mismo y de su herencia familiar.

 

 

3 comentarios en “De cuando me reconcilié con la cocina.

  • Excelente naración. La dsifruté mucho, puesto que en mi casa, soy yo el que cocina…y lo hago con mucho cariño…gracias por compartir tus experiencias. felicidades, ya eres una escritora con MAYUSCULAS.

  • excelente relato de tu experiencia con la cocina tu mamá sin duda tu inspiración me alegra que hayas encontrado el gusto por la cocina. cocinar es una satisfacción cuando vez las caritas de tus hijos principalmente disfrutando de tu rico sazón.a ver cuando me toca probar alguno de tus ricos platillos heredados bendiciones jaz

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