EL COMEDOR DEL PUEBLO: LA SAZÓN QUE NO DISCRIMINA.

Las ramas y las hojas de un árbol se asoman a través de la malla ciclónica que cerca todo el perímetro del lugar. Desde la entrada el sitio se percibe distinto. Paralelo de restaurantes de alta alcurnia, y semejante en color y menú a la clásica fonda de comida mexicana, “El comedor del pueblo” se anuncia como una alternativa austera y necesaria en medio del bullicio de la ciudad.

Ubicado al costado izquierdo de las oficinas del INE (Instituto Nacional Electoral), en Valle Dorado, el comedor es conocido por las bocas que prueban su sazón y que lo recomiendan a otros estómagos hambrientos y de carteras casi siempre vacías.

Al fondo del estacionamiento y dando la cara al que llega, un cuartito se anuncia como “El bazar del pueblo”, un sitio de puerta abierta en el que cualquiera puede donar ropa, calzado y cobijas, y quien sea que lo requiera, puede cubrirse la piel o los pies con las donaciones que los otros han obsequiado con gran corazón desde sus hogares. Del lado izquierdo, al pie del cerquito que se abre para dar comienzo al colorido cuadro que pinta el comedor, hay un depósito destinado para quien guste dejar sus residuos plásticos en manos responsables. Ya adentro, un pequeño camino de ladrillos es decorado por plantas y masetas a los lados. Cualquiera puede comprarlas y aportar una entrada extra a la economía del lugar.

Dos mujeres se toman su tiempo al llegar, mientras hacen una parada en el mini vivero y pasean sus ojos entre pétalos y hojas; luego entran, ordenan en la caja y se sientan a la mesa. Un letrero anuncia y especifica las donaciones de comida con las que el lugar apoya a ciertos sectores vulnerables: ancianos de más de 75 años, personas con alguna discapacidad, y el respectivo acompañante que los lleve hasta el lugar. A ellos se les regala un plato de comida por día, con un guiso en específico, acompañado de una taza de tepache, la sopa del día y tortillas de maíz. Antes, deben de escribir sus nombres en un libro de firmas en el que se registran alrededor de doce comidas entregadas, y un máximo de veinte por día.

El comedor del pueblo abrió sus puertas en marzo del 2018, pensando en la gente de origen humilde y de a pie; se convirtió así en el segundo de estos espacios en nacer en Ensenada. El primero fue un intento de asociación que Gaspar Jaimes —dueño y fundador del “Comedor del Pueblo” — hizo con otra persona, pero que, debido a cuestiones administrativas entre él y su socio, no resultó, pues los precios comenzaron a subir y el lugar perdió la esencia que desde el inicio Gaspar estuvo visualizando. Tiempo después otro comedor fue abierto en la ciudad de Rosarito, y hasta hoy ha permanecido en operación, convirtiéndose incluso en un ancla para cuando el de Ensenada pasa por problemas financieros. La razón, ajena a la típica de abrir un negocio con el fin de amasar fortuna, fue la de brindarle a la comunidad un sitio accesible para comer, con la sazón y los guisos de Guerrero, el estado en el que nació Gaspar.

Una casa ocupa el centro del terreno. Construida de ladrillo y teja a manos de Gaspar y un amigo suyo, adentro surge la magia con los clientes y beneficiarios que se sientan a la mesa. Detrás de una extensa barra se mueven las manos ágiles de quienes cocinan y reparten ajetreadamente los platos a la numerosa clientela que entra y sale en el transcurso del día. Ya sea por la preferencia de los clientes de comer a las cuatro paredes, o por la lumbre y las ollas que pintan con humo el encuadre de la cocina, el ambiente es algo sofocante a pesar de que afuera amenace lluvia. Las paredes, pintadas de un rosa mexicano intenso, son el lienzo perfecto de las ollas y los platos que aguardan ser utilizados. Sobre las estufas, escurridas por los caldos y las prisas, figuran las ollas de barro y metal, que cubren las llamas que hierven la comida de reserva.

En una barra de ladrillo, guisos de color rojo, naranja, azabache y verde mantienen su temperatura en cazuelas de barro sobre un baño maría. Del lado izquierdo de los calderos una mujer amasa las futuras tortillas de maíz. Gotas gordas de sudor recorren su sien, mientras amolda una bolita con las manos y la coloca en una prensa para enseguida aplastarla. Las pone sobre el gran comal y las voltea en serie, para lanzarlas en un gran tortillero que las mantendrá tibias y a la espera de ser repartidas en las mesas.

Al día hay disponibles de seis a ocho guisados, pero el menú cambia a lo largo de la semana, dependiendo de la disponibilidad de los ingredientes, todos traídos desde la central de abastos en Tijuana. Según Gaspar, la planeación de la comida se maneja dependiendo de los precios y de la temporalidad de ciertos vegetales. En el mes de noviembre, por ejemplo, los chiles rellenos —uno de los platos con mayor éxito— no se encuentran en el menú debido a sus altos precios. Cuando el tomate es muy caro, todo se hace con tomatillo, así que las recetas se modifican y el color verde destaca en los platos de barro cobrizo que salen a ser servidos. El platillo que con mayor rapidez se acaba es el bistec ranchero, y le sigue el mole. Del segundo se venden hasta diez litros por día, respetando la receta original y su largo proceso.

En el extremo izquierdo de la barra, al lado de la mujer que amasa, se elige el platillo entre las opciones escritas en una pizarra, y se ordena al mismo tiempo en que se paga la accesible cantidad de 35 pesos, precio que se mantiene en cualquiera de las opciones a elegir. Entre las once de la mañana y las cuatro de la tarde es el horario de mayor clientela, pero de encontrarse calmo el día y la hora, el plato incluso puede estar a los minutos. Aun así, el tiempo de espera no es extenso, pues la comida ya está preparada y lista para servirse.

Como en cualquier otro comedor, los meseros son un lío. Olvidan comandas, especificaciones de clientes sensibles y confunden pedidos para llevar, pero se apegan a la libertad de ser. Sin uniformes que aplasten el espíritu creativo, visten cómodos y según sus gustos, simpatizan con los clientes e incluso bromean sobre cualquier tema. La mayor parte de los clientes en cambio, no parecen ser los típicos que hacen mala cara porque la mesera no les sonrió. Son iguales servidos por iguales, que comen el alimento preparado por manos iguales que las suyas. En El Comedor del Pueblo no importan la diferencias sociales. Algunos van por los bajos precios, otros por necesidad y muchos, aunque parezca que pueden pagar la cuenta en cualquier restaurante caro, van por el sabor y el ambiente del lugar. En el estacionamiento podrá haber carros con placas nacionales, Anapromex y gente de a pie, pero al entrar, todos comparten un objetivo: el de saciar su hambre.

A las afueras de la casa de ladrillo, del lado izquierdo que ve hacia la calle, hay cuatro mesas de madera pesada que entonan con las de adentro: todas construidas también por el dueño y administrador del lugar. La vista del cielo está cubierta por un techo improvisado con barrotes. A éste lo viste una enredadera de uvas verdes, y cuelgan también panzas de estambre del que tienden globos desinflados y restos de papel picado que recuerdan las pasadas fechas patrias.

Gaspar, el dueño del comedor, se niega a que el lugar se identifique como un negocio de comida, pues no obtiene las ganancias suficientes para serlo, ni desea adoptar los ideales de uno. Irónicamente, registrarse como asociación resulta costoso, pero las dinámicas e iniciativas del sitio tienen el rumbo y el sentido de una, pese a no ser reconocido ante la ley como tal. El comedor es un proyecto de L.O.B.O. A.C (La Organización para el Bienestar de los Olvidados), que, a través de su enfoque en ayudar a las comunidades vulnerables por medio del comedor, también aportan a la sociedad con apoyos de comida en posadas para ancianos. Otros de los planes que El Comedor del Pueblo quiere realizar es llevar bebidas calientes a las personas que esperan en la penumbra, a las afueras del hospital general, y acondicionar la entrada del comedor para las sillas de ruedas. A largo plazo esperan construir alguna especie de cuartos para la gente sin hogar y para los viajeros a un bajo costo. Todo sin subsidios del gobierno ni ayudas de empresas privadas.

“A pesar de que el comedor está enfocado en la gente humilde, no se pelea con gente estatus económicos más arriba. A veces se hace un mosaico bastante interesante de estratos sociales. Me siento como cuando haces que dos personas convivan” expresó Gaspar Jaimes, el dueño del comedor.

Un hombre que comparte mesa con cuatro jóvenes universitarios se toca la panza para expresar su hambre saciada mientras ríe: “Aquí como barato, ¡y el postre es gratis!” exclama, con el esqueleto del racimo vibrando al ritmo de su carcajada. Tres de los jóvenes que recién terminaron de comer se ponen de pie y alcanzan de puntillas las uvas que arrebatan del árbol; y luego se las comen riendo, tranquilos y alegres.

Un chico y una chica llegan después. Ella le hace mala cara a una mesa que tiene restos de tortillas y arroz, así que la omiten y se sientan en otra. Absorta en el celular e indiferente al ambiente, los aires de la chica dan la impresión de no ser compatible con el lugar. Pero al final, cuando llega su comida, come igual que todos haciéndose tacos con el frijol y el arroz. Cuando se marcha, el plato está vacío.

Un grupo de pájaros abreva en un charco de agua, a la espera de que los clientes se marchen para precipitarse sobre las mesas y darse un festín con los restos de comida. 

Dos jóvenes con las mochilas a los pies turnan la conversación entre personajes de videojuegos y música, llenando las horas sin clases con comida y aire libre antes de regresar a la universidad vecina. El comedor llena el vacío que suscita al hambre en los estómagos de sus clientes, y las sillas se mantienen casi siempre ocupadas. Entran y salen toda clase de personas. Burócratas con sus privilegiados horarios de comida, estudiantes y familias enteras. Un padre con sus hijos se sienta frente a una mesa, y no se ve preocupado por el gasto que significará la cuenta para su billetera. La paz que siempre roba la carencia del dinero no parece ser perturbada, pues conversan y disfrutan del ambiente que contornea su mesa.

En el lugar no sólo se mezclan las diferentes clases sociales; también las almas solitarias y los desconocidos. Un lunes a las doce del mediodía el comedor se encuentra atestado. Algunos estudiantes aguardan de pie a que las mesas se desocupen, y otros, ya sea por el hambre o la socialización más despierta, acaban conviviendo con extraños en la misma mesa, y en medio de la corta espera, se quitan lo desconocidos cuando comparten palabras y apetito.

El Comedor del Pueblo resalta su barrio en medio de un vecindario de holgura económica. Es el epicentro de carteras desiguales que, al cruzar la puerta, se olvidan de sus diferencias abismales durante los minutos en que vacían los platos y desocupan las mesas. Los precios son a medida de cualquiera, sin discriminaciones o limitantes, y llenan el estómago igual que un platillo gourmet. Ya sean ciudadanos ahorradores; estudiantes, gustosos del sazón, discapacitados, ancianos o transeúntes privilegiados que desean empaparse de humildad, todos disfrutan de un ambiente que resulta exclusivo en un área de la ciudad en la que abundan los restaurantes cuyo objetivo no es precisamente el de ser caritativos.  

3 comentarios en “EL COMEDOR DEL PUEBLO: LA SAZÓN QUE NO DISCRIMINA.

  • Que bendicion contar con u n lugar como este me han contado acerca del lugar mas no he tenido el privilegio de conocerlo pero con tan bonita descripcion se que pronto ire.gracias por compartir acerca del lugar y felicidades a don Gaspar

  • ¡¡¡ Muchas felicidades Jazmín, que manera de escribir, me transportaste a ese lugar tan lleno de Vida, Magia y Amor ❤️ !!! Que hermosa labor de Gaspar, Bendiciones y un fuerte abrazo ❤️❤️

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